Colectivo 3, El Mante, Tamaulipas.
1
Viajar en autobús tiene su encanto. Siempre lo tuvo. A primera lectura, pareciera ser, ésta, una aseveración anacrónica. Pero aun el hecho de que así lo fuera, pienso, no le resta una pizca de verdad. No tengo nada contra los trenes y los barcos. De hecho, una de mis más caras añoranzas suele ser, que en mi país hubiera transporte ferroviario. Lo que sí, y no voy a negarlo, padezco una fobia alucinante a los aviones: los evito, los evitaré, hasta donde me sea posible. Viajar a pie es bueno, pero suele suceder que uno se cansa pronto. Viajar en auto propio, puede ser, pero al conducir, te pierdes del paisaje. Y de un viaje, como es bien sabido, lo que vale es el paisaje y, claro, el regreso.
2
Voy pensativo. Miro por la ventanilla cómo pasan árboles, potreros, nubes, pájaros. Un solaz regocijo me invade cuando veo el horizonte verdecido por las recientes lluvias. Las grandes extensiones de tierra, donde se dibujan surcos muy bien trazados, pasan con la rapidez de una vida ajetreada. Voy en el asiento número veintitrés. Me dirijo, con incertidumbre y alegría, a un Encuentro de Escritores a realizarse en San Antonio, Texas. El Círculo de Escritores Latinos de aquella ciudad y la UTSA, tuvieron a bien enviar la invitación y, más por corazonada que por otra cosa, acepté. Y bueno, aquí voy.
3
En un lapso aproximado de seis horas, habremos de llegar a la frontera. En las oficinas de Emigración nos harán esperar largos, largos minutos –que luego de un buen rato se convertirán en casi dos horas– para otorgarnos el permiso que nos acredite viajar al vecino país del norte a una distancia más allá de cincuenta kilómetros de la línea fronteriza. En realidad, no se ve que los oficinistas estén ocupados, tampoco parece que les preocupara el hecho de que mucha gente esperamos su atención. Entre quienes esperan, hay algunos corajudos, otros que caminan de un lado para otro sin decir palabra, otros más que permanecen callados con la vista fija en el suelo. Para mí, que el comportamiento de los burócratas lleva toda una intención; ellos saben de nuestro deseo de viajar y son felices –creen, parecen serlo– al ver cómo los que esperan, desesperan. Su prepotencia crece y crece merced a la desesperación de los demás. Qué cabrones, pienso, nomás porque tienen la sartén por el mango. Entonces, digo bromas a mis amigos, reímos un poco, nos olvidamos un tanto de la espera: es mi propósito no darles gusto a los torturadores sicológicos.
4
Pasamos, Alejandro y yo, la primera noche en un pequeño hotel de Brownsville. Muy temprano, de hecho antes de que anuncie el alba sus primeros rayos, pasan, en auto, Conchita y Tere por nosotros. Vamos a casa de Ramiro. Unos minutos después, nos alcanza Juan Antonio. Sigue sin amanecer. Nos instalamos en la camioneta de Ramiro y tomamos el rumbo de San Antonio. Hay risas entre nosotros. Bromas. Parecemos niños que viajan, por primera vez, a un parque de diversiones. Es increíble cómo el sólo hecho de pensar que vas a leer textos propios, en una ciudad lejana, logre hacer que germine dentro de ti la semilla del entusiasmo. Pero sucede.
5
Las autopistas son impecables. La camioneta –una RAM de doble cabina en color guinda– engulle kilómetros a setenta y siete millas por hora. Cruzamos pueblos, pero no los cruzamos. Es decir, en cada pueblo, e incluso en cada ciudad, hay un puente que pasa sobre las casas. Viene siendo como un libramiento, pero por arriba del pueblo. Así que nosotros cruzamos, casi, casi, vía aérea los poblados que en el trayecto se nos atraviesan. Dentro de la camioneta continúa el chacoteo, la risa, el buen humor. Yo miro por la ventanilla. Cómo me gustaría ver un bache, para cuando regrese a México poder decir: no es cierto que son mejores, yo vi un bache, yo lo vi, pero no, no lo encuentro.
6
Después de poco más de cinco horas llegamos a San Antonio. Es hora de almorzar, dice alguien y acierta. Vamos a comer a un restaurante con fama de buena comida mexicana. Alrededor, nos cercan conversaciones en inglés que uno no entiende ni papa. Aunque no faltan por ahí expresiones en español y eso, parece que no, pero apacigua un tanto. Llega la comida y, ah decepción: los huevos rancheros son una masa amarillenta y blancuzca -¿dónde quedarían la cebolla, el tomate, el chile–, los frijoles son de lata, las tortillas de cartón. Aun así, casi todos coinciden: oh! qué rico desayuno. Yo pienso en aquella canción que dice: un manjar puede ser cualquier bocado/ si el horizonte es luz y el rumbo un beso.
7
Nos instalamos en el Hotel. Days Inn es el nombre. Descansamos apenas dos horas, las cuales yo me paso mirando por la ventana el interminable pasar de autos, bajo una lluvia intensa que así, de pronto, se deja caer y no cesa. Luego nos llaman vía telefónica para darnos la programación del evento. Me lo dicen así, a boca de jarro, como si nada: Carlos, te tocó abrir el programa, serás el primero en leer. Mi reacción es de asombro y desconcierto. Digo tres o cuatro palabras que no es recomendable escribir aquí, algo así como, no mamen por qué me hacen esto. Mis amigos quedan en silencio. Luego me arrepiento de mi reacción y corrijo: está bien, algo de bueno tendrá eso de ser el primero. Y entonces la risa, la broma, el júbilo, se me esfuman, me abandonan pues. Me torno reflexivo: Cómo será el lugar en donde leeremos. Cuánta gente asistirá. Y si no logro construir una atmósfera acorde a mi lectura. Qué tan exigente podrá ser el público hispano de San Antonio…
8
Llegamos a la Universidad de Texas, Campus San Antonio. Es un portento de escuela. Edificios con una arquitectura vanguardista, por decir lo menos, amplios, altos, con jardines espaciosos, aulas inmensas, ventanales de cristal panorámicos. Todo el lugar, desde que ingresamos, climatizado. Primer mundo, pienso, y una extraña amargura me revuelve el vientre. No es que me amargue conocer en Campus Universitario, no. Sólo que es inevitable la comparación. Por eso, creo que fue un sabio quien dijo: las comparaciones son odiosas. Sin embargo, viéndolo bien, noto que falta algo: hace falta bullicio, faltan muchachos riendo a carcajadas por los pasillos, cantando sentados en el pasto con la guitarra en las piernas y el sueño en la mirada, falta un chico de pelo largo y una muchacha con pantalón de mezclilla, caminando en cámara lenta, absortos, abrazados. Cierto, es primer mundo, pero algo le falta.
9
Pasamos a la sala donde será la lectura. En realidad, es un lugar menor al que yo imaginaba. Es un salón para unas cuarenta o cincuenta personas. A su entrada me maravillan dos sorpresas: una, que diga Salón Canarias, y en la pared haya una megafotografía precisamente de las Islas Canarias, donde aparece la Isla de Lanzarote, que es el lugar donde José Saramago –mi mentor– vivera los últimos años de su vida. En la pared de enfrente hay unos cuadros, casi murales, surrealistas, que me dicen mucho: cuadros de colores varios y con imágenes construidas con flores de margaritas. Aquí voy a leer, pienso. Me mantengo apartado del grupo. Todos se presentan entre sí, se saludan sonrientes, hacen migas fácilmente unos y otros. Yo los veo de lejos. Tengo un nudo aquí, aquí, entre el pecho y la garganta. Los ojos humedecidos un poco más de lo usual. Si alguien se acerca y me saluda, apenas respondo con leve movimiento de cabeza. Voy a decir mis textos, y mis oyentes serán un buen número de desconocidos.
10
Estoy frente al público. La mayoría, por lo que he podido escuchar, son escritores. Sólo un grupo sentado allá, al fondo, parece no serlo. Abro mi carpeta. Agradezco la invitación. Y digo que leeré textos escritos en los recientes diez años. Empiezo: Yo soy un hombre que vive de abrazos/ agua y pan/ sueños y penas/ son necesarios/ pero no indispensables como los abrazos… Miro los ojos de los escuchas. Parecen atentos. Luego sigo: Yo tampoco sé a dónde iremos/ por esta incertidumbre que llaman camino… Y sigo con otros tantos textos que me han acompañado desde hace diez u once años y ya son parte de mí. Termino, después de quince minutos tal vez, con aquél que dice: sólo quiero un abrazo/ ¿alguien podría/ acercarse y dármelo?... Me pongo de pie. Los aplausos suenan lejanos, como aleteo de palomas asustadas que se van. Cuando voy camino a mi asiento –al fondo del salón por cierto– se me atraviesan una, otra y otras, creo que cinco o seis personas en total y me dicen, yo te doy el abrazo que necesitas… y se me echan al cuello. Sus ojos están húmedos. Al final, a un lado de mi asiento, hay dos mujeres mayores, una –por su acento al hablar– española y la otra, quizás, chicana. Ambas me abrazan muy fuerte. La chicana llora a mares y dice: habló mi alma, eso debí escribirlo yo. El tiempo se detiene. Yo no sé cuál actitud tomar, qué decir. Me cohíbo de sobremanera. Como puedo, tomo asiento. Cuando termina la sesión de lectura del día, me abordan, las dos mujeres cercanas, y me piden las copias de mis textos. Lo pienso dos, tres segundos, y finalmente se los entrego. Sacaremos copias para tenerlos ambas, dice, con su acendrado acento, la española.
11
Luego leyó Alexandra Botto, Alfredo Ávalos, Conchita Hinojosa, Gabriela Madrid, Ramiro Rodríguez y otros que ahora escapan de mi memoria. Buenas lecturas. Ágiles. Gente con una convicción por las letras a toda prueba. No haré aquí un análisis de los textos presentados. No soy quién para hacerlo. Más bien quiero decir que esa tarde resultó ser una experiencia bienhechora. Luego, ya de noche, los anfitriones habían preparado la cena en casa de Alfredo. Es una casa estilo gringo: construcción de madera en las paredes y otro material, que bien podría ser cartón maché, formando los pilares donde reposan los techos. Tiene un jardín, césped recortado a la perfección, al frente. Cuatro escalones a la entrada. La sala y el comedor son amplios. Las ventanas panorámicas. Ahí cenamos mariscos acompañados con vino tinto. Yo, como siempre, o como casi siempre, con tres copas de vino me pongo risueño, jubiloso, ocurrente (?) y en paz con la vida. Maravillas inexplicables que el vino genera en un cuerpo de ya poco más de medio siglo de vida. Bendito sea el vino tinto/ que me ayuda a ser quien soy/ me hace feliz donde voy/ y me libera el instinto/ alumbra mi laberinto/ enardece mi pasión/ y si busco una canción/ en lo oscuro de la noche/ sin atisbo de reproche/ canta con mi corazón. Recuerdo mi décima y creo, aunque no lo puedo asegurar, que la digo en voz alta, ahí, en medio de una noche cerrada, lluviosa, desconocida, a la persona con quien en ese momento platico. Qué rollo.
12
Dormí a pierna suelta. Como pocas veces. A la mañana siguiente, muy temprano –apenas son las ocho de la madrugada, dije a mis amigos y rieron de buena gana– ya estamos desayunando. Enseguida vamos a la UTSA. Escuchamos a otros escritores. Ahora leen: Juan Antonio González, Villarreal, un hombre de origen chileno del cual se me escapa el nombre, Marcos Rodríguez Leija, joven neolaredense, quien sorprende por la calidad de sus textos. Luego leen nuestros amigos Tere Loera y Alejandro Rosales. Lee un muchacho de pelo largo y coleta una especie de collage entre canto-texto en inglés-texto en español, en el que, a decir verdad, me pierdo. El Encuentro termina entre el jolgorio y alegría de los asistentes. Todos ríen. Platican. Se intercambian libros y direcciones electrónicas. Se hacen promesas de nuevas amistades. Salimos del campus universitario y pido a mis amigos me tomen unas fotografías, para que me crean en El Mante que estuve aquí, digo y reímos otra vez. Luego nos vamos en grupo a comer.
13
Ya venimos de regreso. La camioneta guinda vuela sobre las autopistas texanas. Pero, a que ni saben qué: ¡nos perdemos! De pronto, Ramiro, quien va al volante, está desconcertado. Toma un rumbo, sale en otro. Toma una autopista, luego otra. Ve los letreros verdes en cada bifurcación de carretera. Hasta que por fin, después de un buen rato, logramos dar con la dirección correcta. Ya venimos de regreso. Llueve desde que salimos de San Antonio y no dejará de llover durante todo el trayecto hasta Matamoros. Cae la lluvia con una fuerza y constancia como si por estos lugares nunca hubiera llovido. Es el ciclón Karl que, según los noticiarios televisivos ha pegado con fuerza inusitada en el estado de Veracruz. Dentro de la camioneta, nosotros conservamos el buen humor. Comentamos algunas lecturas. Sigue lloviendo. Las carreteras paralelas a la autopista están inundadas y, en un momento dado, allá, a lo cerca, vemos un auto volcado: las llantas hacia arriba, el capacete en el agua. Parece que recién ha sucedido el accidente. Ya venimos de regreso. Pregunto a Conchita: ¿por qué viajar dos mil kilómetros sólo para leer diez poemas? Ella parece no darle mucha importancia a la pregunta, pues, por gusto ¿no?, porque nos gusta. Ramiro dice, ante la misma pregunta, que es por desconectarse, de alguna manera, de la rutina diaria. Yo me hice la misma pregunta la noche anterior, la que casi no pude dormir: por qué viajar tan lejos para leer poemas. Ya venimos de regreso.
14
Viajar en autobús tiene su encanto. Siempre lo tuvo. Ahora viajo solo. Mis amigos se quedaron en Brownsville, Matamoros y Victoria. Regreso a El Mante. Voy en el asiento número veintitrés. Miro por la ventanilla cómo pasan árboles, nubes, pueblos pequeños, animales. Llovizna en algunas partes de la carretera. El horizonte se parece la vida, me digo, pasa demasiado rápido y cuando te das cuenta, ya empiezas a envejecer. Una limpia emoción, sin embargo, me conmueve. De pronto, tengo la impresión de que yo debí haber sido viajero de profesión. Viajero, para nunca estar en el mismo lugar. Viajar. Viajar sin rumbo, en autobús o en tren, por supuesto. Viajar para buscar y no encontrar. A dónde vas, me preguntaría la gente. No sé, yo sólo viajo por viajar, diría yo con la mirada puesta en el horizonte. En ese horizonte colmado de nubosidades grises que ahora mismo pasa y pasa y no termina de pasar
Carlos Acosta/ Otoño 2010
Foto: Ramiro Rodríguez
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