19 de diciembre de 2016

Por Encima de los Muros



EL ÁRBOL DE LAS ACELGAS

Cerca de la calle por la que Tito pasaba todas las tardes cuando salía de la escuela, había una casa grande, blanca. Tenía un árbol que llamaba la atención de la gente por sus grandes y oscuras hojas, semejantes a las acelgas. Así lo distinguía Tito entre los demás, como el árbol de las acelgas.

Roberto era el nombre de aquel niño de sentimientos nobles. De cariño, su abuelita lo llamaba Tito. También sus compañeros en la escuela lo llamaban así. Tenía diez años. Su complexión era robusta debido a su buen apetito. Siempre andaba despeinado ya que transpiraba mucho de la frente y con la mano se revolvía el cabello.

La gelatina de vainilla era su postre favorito. La incluía en el desayuno y en la cena. A veces, también la disfrutaba en la hora del recreo. No consumía golosinas. Preparaba una torta de frijoles y queso antes de hacer la tarea, y al terminar, la saboreaba mientras veía algún programa de televisión.

Tito acostumbraba a escribir en un cuaderno los sueños, sus ilusiones. En fin, todo lo que se le ocurría. Algunas veces sus anhelos eran cumplidos. Si no se le concedían, arrancaba la hoja y la tiraba a la basura.

Pensó convertir en avión cada hoja desechada. Cuando salía de la escuela, al pasar frente a la casa blanca, arrojaba las hojas al árbol de las acelgas. Aquella casa, aparentemente estaba sola. Sin embargo, lucía bien cuidada. Las ramas del árbol asomaban por encima de los muros, también blancos, que la rodeaban. En ocasiones los aviones se quedaban entre las ramas. A veces caían al suelo. No sabía si detrás de los muros había un jardín o un patio. Eran tan altos que impedían apreciar el interior de la casa.

No pasaba día sin que Tito escribiera algo en su cuaderno. Faltaba poco para su cumpleaños. Su mayor deseo era que su mamá lo acompañara, aunque fuese una vez, a la escuela, o estar a su lado en un día importante para él. Pero como la señora era quien llevaba el sustento a la casa, no podía faltar a su trabajo. De ella dependían él y su abuelita, quien compartía el mismo hogar. El niño anotó en su cuaderno ese deseo, aún sabiendo que era imposible. Entre sus anhelos también estaban varios útiles escolares. Lo que más necesitaba era una mochila. Observó el cuaderno y dijo en voz baja:

—¿Para qué escribo todo esto, si sé que los anhelos no se cumplen? —Arrancó la hoja, transformándola en otro avión, para arrojarlo al árbol de las acelgas—. Entonces, ¡a volar!

El día de su cumpleaños, por la mañana, su abuelita horneó un delicioso pastel y lo adornó con diez velitas. Su profesor le dio permiso para faltar a clases por obtener altas calificaciones. Sin embargo, Tito entró con tristeza a la cocina para desayunar. Al instante, la alegría se reflejó en su rostro cuando vio a su mamá preparando las gelatinas que le gustaban. Sus ojos se llenaron de lágrimas y corrió para abrazarla.

Más tarde, a la hora de partir el pastel, entró un hombre de edad avanzada cargando muchos paquetes cubiertos con papel de bonitos colores. Después de apagar las velitas, el hombre le pidió a Tito que los abriera. Fue una enorme sorpresa descubrir sus deseos hechos realidad. Tito le preguntó al hombre quién era y por qué estaba allí. 

—Por las tardes —el señor le contestó—, cuando pasabas de la escuela, yo estaba sentado en el jardín, leyendo un libro y recogía todos los aviones que aventabas al árbol. Estoy demasiado solo, y como tú eres un niño bueno, desde hoy serás mi nieto. 


Derva Orozco Maciel (Morelia, 1962). Escribe memoria y cuento, en especial el relato infantil. Participa en diversas lecturas públicas y radiofónicas en H. Matamoros, entre las que destaca su intervención en el Congreso Binacional "Letras en el estuario" en reiteradas ocasiones. Parte de su obra narrativa se incluye en la antología Rara ubicuidad (ALJA, 2013). Es coautora de Hoy te contaré (ALJA Ediciones, 2014).

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